360. El telón que respira.
Narra Tomás Villa.
Y ahí está.
Finalmente.
Ruiz.
El último lobo en pie, caminando sobre la madera del escenario como si aún creyera que el mundo gira en torno a su voluntad, como si la escenografía no se hubiera diseñado con cada uno de sus pasos en mente. Es curioso… cómo caminan los hombres que alguna vez lo tuvieron todo. No con soberbia, no con arrogancia, sino con esa mezcla extraña de desconfianza y nostalgia. Como si supieran —aunque se nieguen a admitirlo— que están pisando el final.
Observo desde la sala de control, rodeado de pantallas que ya no necesito mirar, porque me sé cada centímetro del guion, cada reflejo de luz, cada sonido que habrá de sonar como una sinfonía rota.
Los dedos me tiemblan un poco, sí. No de miedo. No de duda.
De entusiasmo.
Ese entusiasmo que se despierta en los grandes momentos, cuando todo lo que imaginaste se transforma, por fin, en acto.
La imagen de Dulce parpadea un instante en la pantalla número tres. La niña. La heredera. Esa criatura fascina