353 La telaraña del director.
Narra Tomás Villa
Hay un momento preciso, exacto, irrepetible, donde todo en un espectáculo encaja con la gracia de un truco perfecto: las luces ya están dispuestas, los hilos tensados, las cámaras grabando sin sonido pero con intención, y el protagonista —el verdadero protagonista— entra al escenario sin siquiera sospechar que lo es.
Ruiz.
Camina como si no hubiera otra opción, como si cada paso suyo obedeciera a una melodía que no escucha pero que lo gobierna igual. Lo observo desde el palco oculto, tras la doble cortina de terciopelo carmesí que tejimos para la ocasión. Estoy impecable. Traje a medida, botones de nácar. Cero arrugas. El perfume exacto, uno francés, vetiver y tabaco rubio, lo suficiente para invadir sin saturar.
En mi mano, la máscara blanca.
La que él usó aquella vez.
En esa foto judicial que nunca llegó a ver la luz.
La máscara del mito.
La del monstruo.
—Estás igual —susurro, aunque él no puede oírme—. Solo que más cansado.
Enciendo el micrófono. El viejo sistema