352. Cuervos en la tramoya.
Narra Gomes.
La humedad de los pasillos subterráneos se le pega al cuerpo como un mal presentimiento.
Gomes avanza con la linterna baja, evitando la luz directa, con el arma firme entre las manos y los oídos entrenados en el murmullo de los caños que gotean y las paredes viejas que crujen como si también quisieran hablar. No dice nada. No hace falta. Sus hombres lo siguen, dos pasos atrás, como sombras bien entrenadas que conocen el ritmo de una cacería silenciosa.
Llegar hasta acá no fue sencillo. La fachada del teatro estaba sellada, con cadenas nuevas, con cámaras falsas y perros mudos. Nadie sospechaba que detrás del portón oxidado, ese lugar, que había sido clausurado hacía más de una década tras un incendio dudoso, estaba latiendo otra vez como el corazón enfermo de una bestia que se niega a morir.
Lo descubrió solo porque escuchó. Porque cruzó datos. Porque siguió cables subterráneos como si fueran venas de concreto hasta dar con una entrada que no figuraba en ningún plano.
Y p