350. Ecos sin telón.
Narra Gomes.
No hay sirenas.
No hay helicópteros sobrevolando. Ni comandos rompiendo puertas. No esta vez.
El operativo es limpio, sigiloso, casi quirúrgico, y eso debería tranquilizarme.
Pero no.
Hay algo en el aire, en el silencio de las calles vacías que rodean el viejo teatro, que me dice que llegamos tarde.
Las órdenes fueron claras: sin uniformes, sin insignias, sin identificación.
Un grupo reducido. Los mejores.
Nadie debe saber que estamos aquí. Nadie debe saber que el monstruo tiene nombre y apellido.
Tomás Villa.
El editor. El rostro pulcro que aparecía en entrevistas literarias, el que acariciaba los bordes de los libros con devoción, como si cada palabra pudiera salvar el mundo.
Y ahora sabemos que no estaba acariciando nada.
Estaba afilando.
Me detengo frente al portón trasero.
Un edificio antiguo, restaurado con un gusto enfermizo por la opulencia teatral. Cortinas rojas en las ventanas superiores, mármol pulido en los escalones, una marquesina que aún conserva el nombr