262. Las que bajaron del cielo.
Narra Ruiz.
Hace calor.
Ese calor seco, que te pega en la nuca aunque el sol ya se está escondiendo. Ese calor que te recuerda que estás vivo. Que tenés sangre. Que si no te cuidás, te evaporás.
La pista privada está vacía, custodiada por cinco de los míos —todos de confianza, todos armados, todos sabiendo que si algo sale mal, no hay segundas oportunidades—. El jet espera con los motores encendidos. Es blanco, impecable, silencioso como un fantasma caro. En otro tiempo lo usé para negocios turbios, para escapadas de lujo, para transportar kilos de cocaína envuelta en seda. Hoy, lo uso para despedirme de lo único que todavía me importa.
Brisa baja del auto primero.
Lleva anteojos de sol aunque ya se hizo sombra. Siempre haciendo la suya, con esa forma de caminar que mezcla arrogancia y dolor. Y después baja Dulce, con una mochila llena de peluches y una camperita rosa que le queda corta porque sigue creciendo como un yuyo. Tiene los ojos rojos de haber llorado. Pero no llora más. No a