260. Los trenes que no se ven.

Narra Ruiz.

No dormí esa noche.

Y cuando digo no dormí no me refiero a cerrar los ojos por ratos, o dar vueltas en la cama como hace la gente que tiene culpa o insomnio, sino a mirar el techo como si de verdad pudiera abrirse y caerme al vacío. Así. Inmóvil. Sin pestañear. Escuchando a lo lejos las risas apagadas de Dulce en su cuarto escondido, y esa voz chillona de Brisa que trataba de hacerla dormir contándole cuentos de princesas que mataban dragones y después los cocinaban con papas al horno. No sabía si eran delirios, si era amor, si era una forma torcida de consuelo, pero Dulce se reía. Y eso me dolía.

No tenía enemigos visibles. No tenía rivales declarados. No tenía a nadie en mi radar que pudiera hacerme frente.

Pero entonces, ¿por qué no podía respirar?

Había algo detrás. Algo que me observaba desde la sombra. Un hilo invisible que conectaba cada muerte, cada señal, cada capítulo del puto libro con mi nombre tallado en los márgenes. No era paranoia. Era intuición pura. Yo no
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