236. ¿Cómo mamá?
Narra Ruiz.
La mañana es suave, tibia, como esas que uno solía ignorar cuando vivía a las corridas, entre balazos y traiciones. Hoy, por alguna maldita razón, el mundo decidió no romperse del todo, y eso ya es algo. Estoy en el jardín trasero de la casa de piedra que tengo en Toscana —sí, en medio de colinas verdes y viñedos que parecen pintados a mano—, viendo a Dulce correr descalza, riéndose con esa vocecita chillona que me hace una pelota en el pecho, una que se aprieta cuando la miro demasiado tiempo. Tiene el pelo revuelto, como su madre, aunque más claro. Heredó esa mirada de Lorena, la que juzga sin hablar, la que no perdona.
Está jugando a hacer pozos en la tierra con una palita amarilla, chapoteando entre flores y pasto húmedo, mientras me mira cada tanto como para ver si la estoy mirando yo también. Y sí, la estoy mirando. Todo el tiempo. Porque Dulce es lo único que tengo de verdad. Todo lo demás —el dinero, las empresas legales, los maletines con logos de multinacional