230. Mi mundo. Mi dueño. Mi todo.
Narra Brisa.
A veces pienso que, si lo hubiera matado en ese momento, en vez de enamorarme de él, me habría ahorrado todo este delirio que me corre por dentro. Pero no. Porque lo vi antes de ser mujer, y me atravesó como un rayo por la espalda. No con una sonrisa, no con una caricia, sino con ese silencio suyo, brutal y elegante, que tiene más poder que mil gritos. Y ahí supe. Que él era mío.
Tenía trece años. No tenía tetas. Ni caderas. Ni ropa decente. Era un palito con el pelo atado con un elástico robado del kiosco y los zapatos de mi vieja que me quedaban enormes. Pero él me miraba.
Mentira. No me miraba.
O sí. Pero no como yo quería.
Ruiz venía todos los jueves a ver a mi mamá. Subía las escaleras del prostíbulo como si fuera el dueño del mundo. Todos lo saludaban con miedo y con ganas. Había algo en él... como si el aire se callara cuando entraba. Y yo me quedaba detrás de la puerta de la cocina, espiándolo como una loca, con las rodillas apretadas y el corazón en la garganta.