183. La fiera y su cría.
Narra Ruiz.
Las cosas importantes en esta vida no llegan envueltas en papel dorado.
A veces tocan timbre con una nueve milímetros escondida en la espalda.
Y otras vienen envueltas en una manta de hospital, con la carita dormida y el peso de un futuro que nadie pidió. Pero ahí están.
Como Lorena.
Como su hija.
Como mi hija.
Brisa me da el gusto. Casi como un regalo de cumpleaños anticipado: un moño de sangre, una caja de gritos, y el perfume inconfundible de la derrota ajena.
La veo entrar arrastrándose, con la beba apretada contra el pecho, los ojos encendidos, los labios resecos de tanto tragar miedo. Tiene ese brillo que sólo tienen los animales acorralados. Pero de los que muerden.
—No la toques, Ruiz.
Me lo dice así. Directo. Como si todavía tuviera algún tipo de poder sobre mí.
Yo la miro. Me dejo caer en el sillón de cuero como un rey que vuelve al trono. Cruzo las piernas, me sirvo un whisky. La beba llora, apenas. Como si la tensión le quemara la piel.
—¿No te cansás de dar ór