140. La balanza y la herida. (parte dos)
Narra Lorena.
Hay cosas que no quiero decir. Porque decirlas es admitir que fueron reales. Que pasaron. Que yo estuve ahí. Que no hice nada. O que hice demasiado.
Pero Gomes me mira como si ya supiera. Como si supiera que no todo lo que callamos es por cobardía. A veces es porque no queremos que el dolor encuentre voz. Porque cuando lo hace, ya no hay marcha atrás.
El agente Suárez se acomoda en su asiento. Parece que no sabe cómo sentarse frente a una víctima sin parecer un idiota. Me rasco el dorso de la mano, como si pudiera borrar lo que está por salir.
—Había más chicas en esa mansión. No sé los nombres reales. Sólo los que les pusieron.
—Decí todo lo que recuerdes —dice Gomes. Voz tranquila. Neutral. Pero firme.
—La más joven era Paloma. Doce años. Tenía la voz ronca, como de señora. Era buena imitando a las actrices de telenovela. Se reía de todo. Incluso cuando sangraba.
—¿Qué le pasó?—No sé. Un día ya no estaba. Nos dijeron que la habían “colocado” en el norte. Pero eso