138. La balanza y la herida.

Narra Lorena

El mundo huele a cloro y silencio.

La sala es blanca, más blanca de lo que cualquier sala debería ser. Tiene esas luces quirúrgicas que no perdonan ni las pestañas, esas que desnudan más que una confesión. Estoy sentada en una silla de metal, con una manta sobre los hombros, como si eso pudiera protegerme de todo lo que me arde por dentro. No tiemblo, no lloro, pero la fragilidad me sale por los poros. Estoy viva, pero no intacta.

Frente a mí, como una estatua moral con alma de juez y puño de acero, está él: Gomes. El tipo que no se vende, que no se mancha, que no se doblega. El único cabrón en esta ciudad que no le debe nada a nadie, excepto a su conciencia.

—Estás a salvo —dice, con esa voz sin adornos que parece dictar sentencia más que ofrecer consuelo.

Pero sé que no lo estoy. No del todo. Nunca del todo.

Porque él no me mira como una víctima. Me estudia como a un archivo con demasiadas hojas borradas y anotaciones al margen.

—Te sacamos justo a tiempo. Había un oper
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