117. Dijiste que la ciudad era tuya, Ruiz.
Narra Ruiz
La ciudad me teme, pero empieza a dudar de que deba hacerlo.
Los cimientos del poder tiemblan, no porque yo los sacudo, sino porque otro lo hace. Y no hay traición más letal que la que viene desde arriba, de esos que usan trajes caros y palabras limpias para ensuciar más que el barro de las cloacas. El alcalde está muerto. Lo dejan tirado como un perro en una zanja, con una bala entre ceja y ceja, sin sello, sin firma, sin aviso. Pero yo sé leer los silencios. Y este asesinato no es una advertencia: es una declaración de guerra.
—¿Quién lo hizo? —pregunto con la calma que sólo puede fingir el que está al borde del estallido.
Nadie responde. La sala está repleta de humo de habanos caros y miedo barato. Mis hombres más cercanos, los nuevos socios que creen que la caída de un político es sólo un giro del juego. Pobres ilusos.
Enciendo otro cigarro. Lo muerdo como si fuera un juramento. Afuera, la ciudad arde en pequeños incendios: burdeles clausurados por redadas, casas de apu