Todas estamos locas.
En el momento en que Julián Moreau se retiró discretamente de la mesa, como quien sabe exactamente cuándo hacerse a un lado para dejar que las piezas del tablero se muevan por sí solas, Sara apenas tuvo tiempo de recuperar el aliento.
La rabia aún le ardía por dentro, mezclándose con un orgullo herido que, a pesar de todo, se negaba obstinadamente a dejarla caer en la desesperación absoluta.
Sin embargo, el alivio momentáneo que le había proporcionado la conversación con Julián se esfumó de golpe cuando sintió el inconfundible peso de una mirada clavada con fiereza en su espalda.
No necesitaba girarse para saber quién la observaba con esa intensidad sofocante.
Luciano.
Sara cerró los ojos durante un breve instante, deseando de corazón que, cuando los abriera, todo aquello no fuera más que una pesadilla.
Quiso convencerse de que él no estaba allí, pero, al abrir los párpados, la verdad seguía siendo la misma. Luciano seguía allí, tan real como su dolor.
Luciano, aunque consumido por la