Reducido por su esposa y su amante.
El murmullo que recorría el Palais Garnier se tensó como una cuerda que amenazaba con romperse en cualquier instante, cuando una figura femenina se deslizó por una puerta lateral del salón.
No llevaba consigo el brillo hipnótico del vestido plateado que acaparaba todas las miradas aquella noche, ni la corona invisible de poder que, sin que nadie pudiera negarlo, parecía orbitar alrededor de Catalina Delcourt.
Nada de eso.
Sara Armand había optado por vestir de vinotinto, elegante, pero deliberadamente sencillo, como si aquel terciopelo que envolvía su figura pudiese protegerla, envolviéndola en un anonimato que la apartara del despiadado escrutinio de la sociedad que la juzgaba con la misma facilidad con la que aplaudía a los poderosos.
Sin embargo, aunque lo intentara, no lo logró.
Las miradas la buscaron, no con admiración, sino con esa mezcla venenosa de curiosidad y desprecio que los hipócritas reservan para quienes consideran escoria.
Era ella.
La amante descarada de Luciano