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Capitulo 2 "Agustina Josefina de Vermilion"

Conoci a mi marido en una reunión familiar que tuve con mis padres, tenía sólo 20 años, mi padre era su amigo de la infancia, era tan elegante, parecía como un rey, no me pareció atractivo al principio, pero al final decidí aceptarlo como mi marido para que las familias estuvieran unidas, la boda fue sumamente apoteósica, fueron 3 días de fiesta, allí conocí a sus demás socios, todos eran unos adultos feos y gordos, pero tenían esa elegancia tan particular entre ellos, y él parecía brillar más que yo.

Tenía 3 hijos varones, Julián el mayor, siempre mirando mis senos, quizás en varias ocasiones se masturbo pensando en mí, pero era lindo.

Narciso, su hijo del Medio, era él más parecido a él, que niño tan elegante y pulcro, se veía a leguas que era el que iba a asumir los negocios de su padre.

Nicolás, el menor, no tuve la oportunidad de conocerlo mucho, pero era amable, no parecía hijo de un mafioso, pero al igual de Julián, siempre estaba en el extranjero.

Eran una familia rara, pero me sentía como en casa, no compartí ningún vínculo ni de sangre ni afectivo, pese a ser la novia de su padre.

Todos eran de diferentes madres, yo sabía que Abietti no era mío, sólo era mi turno de estar con él.

Pasaron los años y la casa nos quedó grande, mi esposo casi no estaba en casa, así que bueno me iba a ver con mi "amigo el gay" no sé si me entienden...

En la cama era un horror, Abietti era un señor mayor, me la tenía que tocar para llegar al orgasmo.

Un día, cuando fui a la recámara, lo ví allí, acostado en el piso, muerto y con saliva por todos lados, en ése momento me quebré, era un buen hombre pese a todo...

En el funeral de reunieron sus supuestos amigos, también sus dos hijos mayores, no pude estar en ése ambiente tan tenso, era obvio que había un cabo suelto, y estaba en su círculo más cercano, era obvio que alguien de los que estábamos allí era quién lo había traicionado, pero después de tanto tiempo lo supe, siempre lo supe, el asesino era alguien del funeral, por eso le pedí ayuda a Julián, sin saber que entre ambos se enredaran las cosas...

Aún así, pese a todo, tuve varios orgasmos...

El Palazzo Vermilion hedía a lirios, el olor dulce y falso de la muerte oficial. Abietti no había muerto en una emboscada, no.

La autopsia preliminar que yo misma había interceptado del médico de la Familia decía: envenenamiento, cianuro. La traición más íntima. Sólo alguien dentro de este círculo tenía acceso a él. Y yo lo sabía antes que nadie más.

Me mantuve erguida junto al ataúd, mi vestido negro de seda era lo más parecido a una armadura que tenía. Esperaba el momento. Esperaba a Julián.

Mientras tanto, la sala se llenaba de gente que fingía dolor. Cada rostro era un posible cuchillo.

Gianfranco Baldi se acercó primero, el Consigliere. Un hombre de traje caro y ojos siempre demasiado atentos.

—Abietti, era un lamento tanto esta pérdida. Abietti era un hermano para mí —dijo, tomando mi mano. Su apretón era largo, incómodo.

—Gracias, Gianfranco. Sé cuánto lo respetabas —le respondí, intentando quitar mi mano con sutileza.

Julian entró entonces. El murmullo cesó. Era alto y con una presencia tan intensa que cortó el aire. Él había evitado esta casa y a mí durante años, pero ahora la herencia lo traía de vuelta. Vi cómo Baldi soltó mi mano rápidamente y se dirigió a Julian.

—Julian, hijo. Siento esto en el alma. Dime, ¿vienes de Milán? —preguntó Baldi, la preocupación sonando forzada.

—Vengo de donde debía. ¿Estás seguro de que todo está en orden, Baldi? —Julian fue directo, su voz era seca.

—Absolutamente. Me he asegurado de que todo esté en regla. Los papeles de la herencia están listos, por supuesto. Un mero formalismo —respondió Baldi, mirando de Julian a mí con una rapidez sospechosa.

Luego apareció Isabella Rossi, la dueña de la Galería y, sí, la amante de Abietti. Era una mujer elegante, de rostro duro, pero completamente controlada. Me trató con una normalidad escalofriante, como si nunca hubiera compartido la cama de mi esposo.

—Agustina. Qué tristeza. Abietti fue un gran hombre de negocios. Una pérdida irreparable para Venecia —dijo Isabella, dándome un beso superficial en la mejilla.

—Gracias, Isabella. Sé cuánto lo apreciabas —le dije, sonriendo un poco. Su indiferencia era tan sospechosa como la falsa tristeza de Baldi.

En el Palazzo, Julian a Julian: —¿Te quedarás en el Palazzo, Julian? Hay asuntos urgentes en la Galería, podríamos reunirlos mañana.

—Me quedaré. Y sí, hablaremos mañana —afirmó Julian, cortante.

Finalmente, todos se dispersaron en sus ojos lo único real en esa sala.

—¿Qué tienes, Agustina? Los papeles de Baldi son demasiado limpios. Isabella está demasiado calmada.

Me acerqué a él, hablando bajo para que el eco no traicionara mis palabras.

—No lamentes nada. La verdad es que tu padre fue envenenado. No un ataque de la mafia; un acto íntimo.

Julián no se inmutó, pero sentí cómo su cuerpo se tensaba. Era como si la noticia no fuera sorprendente, sino una confirmación de algo que ya sabía. O, peor aún, que deseaba.

—¿Y qué estás haciendo? —preguntó, su aliento rozando mi oreja.

—Estoy buscando a la única persona en esta sala que no lamenta su muerte. Y esa persona, Julian, tiene que ser el asesino —lo desafié, mirándolo fijamente.

Él me entregó un sobre, sin abrir.

—El testamento. Abietti nos hizo socios. No puedes vender nada sin mi firma, ni yo sin la tuya. Una cláusula de protección. O de castigo.

El testamento era la excusa perfecta. Dos mafiosos obligados a unirse en el caos.

—Entonces no podemos confiar en nadie —dije.

—No. Y por supuesto, eso incluye al otro. ¿Qué quieres tú de esto, Agustina? ¿Por qué me lo dices a mí y no a la policía?

—Porque la policía no te dará el trono, Julian. Y yo quiero que el asesino pague, y de paso, quiero el control de mis propios asuntos. Tú tienes el apellido y los contactos. Yo tengo información clave que tu padre me dejó para incriminarme... o para salvarme. El asesino está en el funeral. Y si no unimos fuerzas, el siguiente en caer serás tú.

Pese a ser mafioso, Abietti tenía a la policía comprada, típica.

Julián tomó una decisión. Su rostro, antes lleno de fría furia, se relajó en una aceptación peligrosa.

—Bien. Dos depredadores, obligados a compartir la misma jaula. Si el asesino está aquí, lo encontraremos. Pero escúchame bien: este juego es mío. No eres mi esposa ni mi socia. Eres mi arma, por ahora. Y las armas están bajo mi control.

Su intensidad era casi física. Era una amenaza, y una promesa. En ese momento, en medio del funeral, supe que no solo buscaríamos al asesino. Buscaríamos el fuego prohibido entre nosotros.

—Igualmente te vas a masturbar pensando en mí —dije, éste para que Julián se sonrojara, aunque si lo hizo, sus palabras hicieron que más adelante yo lo hiciera...

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