Pasaron días.
No muchos, pero suficientes para que el silencio tomara el lugar del dolor agudo, y lo transformara en esa molestia sorda que se instala sin pedir permiso. Valeska estaba mejor físicamente, aunque aún tenía moretones en el costado y una herida que le dolía cuando respiraba muy profundo, pero nada que no pudiera soportar. Lo que sí le costaba más sobrellevar era el peso invisible de la ausencia. La de Lisandro. Porque después del accidente, después de haber cargado a Iskra como si fuese lo único importante entre el caos, él no volvió a aparecer.
Ni una visita. Ni una llamada. Ni una nota.
Nada.
Y tal vez eso dolía más que el golpe en la cabeza o las costillas adoloridas. Porque no había excusa que lo justificara. No esta vez.
Adrián dormía en su cunita portátil, acomodada junto a la cama de hospital como si fuera parte del mobiliario. Sus manitas gorditas estaban en alto, su boquita entreabierta, y esa calma absoluta que solo los bebés pueden tener cuando el mundo afuera