Un mes había pasado desde la noche del cine casero, y la casa de Valeska respiraba una calma que parecía un milagro tras el caos del pasado. La sala estaba bañada en la luz suave del atardecer, con juguetes esparcidos y el sonajero de Adrián brillando en un rincón.
Valeska empujó la puerta, agotada tras un largo día en su trabajo en el hotel que Lisandro le dio como regalo de boda, con el bolso colgando de un hombro y el cabello ligeramente desordenado. El aroma de pasta con albahaca y pan recién horneado la recibió, sorprendiéndola.
Lisandro, plenamente recuperado y sin rastro de medicinas, estaba en la cocina, con Adrián en su corralito, gorjeando mientras jugaba con un cubo de colores. Goran había viajado a otra ciudad para revisar los detalles de la empresa, dejando a Lisandro a cargo, y por primera vez, todo parecía en orden.
—¿Qué es este olor? —indagó Valeska, dejando el bolso en el sofá con una sonrisa cansada—. ¿Una cena que no huele a incendio? Esto es nuevo.
Lisandro se aso