La habitación del hospital estaba bañada en la luz suave del amanecer, con el pitido constante de los monitores como un recordatorio de la fragilidad de Lisandro.
Él yacía en la cama, con el hombro vendado y el rostro pálido tras el disparo que recibió en la fábrica al proteger a Valeska de Dante. Valeska estaba sentada a su lado, con Adrián dormido en una cuna portátil. Sus ojos, rojos por las lágrimas y el insomnio, estaban fijos en Lisandro, pero no con ternura.
Estaba furiosa.
La caída de Dante, ahora detenido y con su red desmoronándose, debería haber traído paz, pero los secretos de Lisandro, su amnesia fingida, sus planes en las sombras, el peligro al que expuso a Adrián, la habían herido más que cualquier enemigo. Si creía que iba a despertar sin consecuencias, estaba muy equivocado.
Goran entró con dos cafés, su rostro curtido marcado por la preocupación. Miró a Valeska y suspiró.
—Hija, necesitas descansar —dijo, dejando un café en la mesa—. Adrián te necesita fuerte.
Vales