IGNACIO
Nunca me gustaron los hospitales. El olor a desinfectante, las paredes blancas, la frialdad de los pasillos… siempre me provocaron rechazo. No porque temiera a la enfermedad en sí, sino porque sentía que ese ambiente era un recordatorio constante de la fragilidad de la vida, y yo había pasado gran parte de la mía intentando proyectar lo contrario: control, fuerza, estabilidad. Sin embargo, los últimos meses me habían mostrado que mi cuerpo no era invencible.
Los dolores de cabeza se habían vuelto insoportables. No eran simples molestias pasajeras que se iban con un analgésico y un poco de descanso. No, estos ataques me dejaban exhausto, con la vista nublada, con náuseas, con la sensación de que mi