EPÍLOGO
MONSERRAT
Hoy nuestro hijo Joaquín Owen Belmont cumple un año.
Todavía me parece increíble escribirlo, decirlo, vivirlo.
Un año desde aquella madrugada en la que escuché su primer llanto y sentí que el mundo se detenía.
Un año desde que nuestras vidas cambiaron para siempre.
Nuestro hijo vino a iluminar nuestros días.
Cada sonrisa suya disuelve el cansancio, las preocupaciones, los miedos. Y aunque no lo digo en voz alta, sé que también vino a sanar heridas más profundas, esas que Julian y yo cargábamos sin darnos cuenta.
La casa de mi abuela Cristina —ahora bisabuela Cristina, como le encanta que le digamos— está llena de globos, guirnaldas y el aroma dulce de pastel recién horneado.
El jardín está decorado con cintas azules y blancas, y en el centro de todo hay una gran mesa llena de regalos, pasteles y juguetes.
Los rayos del sol se filtran entre los árboles, reflejándose en las burbujas que flotan por el aire.
Y entre risas, música y conversaciones, el ambiente tiene ese