MONSERRAT
Ignacio siempre sabía cómo sorprenderme. Toda mi vida lo supe, desde que lo conocí. Había aprendido a leerme sin palabras, a conocer mis silencios, a adivinar mis deseos. Pero lo que hizo en la playa superó cualquier cosa que yo hubiera podido imaginar. No había sospechado nada, ni un gesto, ni una palabra que me diera alguna pista. Y, de pronto, allí estábamos, rodeados de nuestros amigos, de mis abuelos, de su familia, de Claudia y Elena que lloraban tanto como yo, renovando nuestros votos como si estuviéramos casándonos otra vez.
No sé cuántas veces lloré esa tarde. Pero lo que sí supe, con una certeza tan intensa que me atravesó hasta los huesos, es que que