MILA
Su voz me envenena los oídos.
Es tan grave, tan profunda y pastosa que retumba en mis tímpanos y no cesa; incluso si se mantiene en silencio, su presencia me martiriza.
—¿Qué se siente, roñosa? —pongo las manos en mi regazo, estrujando la lanilla del costoso vestido que traigo puesto—. Te hice una pregunta —frena en seco, enviándome contra la guantera de la camioneta—. ¡Y si te hago una maldita pregunta me la contestas rápido! —no volteo hacia el lado del conductor; simplemente me quedo viendo al frente. La nieve está cayendo y la noche se apoderó de mi amada Chicago—. ¡Te estoy hablando rata inmunda! —con violencia apresa mi barbilla, girándome el rostro en su dirección—. ¡Si yo pregunto, tú respondes! ¡Si yo hablo, tú respondes! ¡Si llamo tu puta atención, respondes!
Aprieto los dientes, rechinándolos entre sí.
Es un hombre muy desagradable y atemorizante.
Un tipo repelente, violento, masculino como el mismísimo Tarzán de Disney y a la vez tan sucio como el peor de los degenera