MILA
Sus manos van a mis hombros, prensando la escasa carne que hay en ellos como si sus dedos fuesen tenazas.
La sangre se agolpa en mis pies y el dolor de los calambres estrujan mis tendones, mi estómago y mi cuello.
No puedo hablar, por dentro tiemblo como vara y sé que mi piel se ha puesto tan blanca como la nieve misma.
—¡Dame una perra respuesta! —el grito me hace entrecerrar los ojos y la agresiva forma que tiene de zamarrearme va embotándome poco a poco—. ¡¿Qué hacías ahí?! ¡Qué mierda hacías ahí! ¡Dímelo! ¡¿Quiénes eran esos tipos?!
Sus yemas se me entierran causando molestia, pero el verdadero dolor se agolpa en mi pecho, justo en el esternón, irradiando por mis costillas, mi corazón y mi columna.
—Suéltame —pido en nerviosos parpadeos, notando la embriaguez que destilan sus ojos. Mirar tan brillante y enrojecido que fácilmente podría pasar como personaje en una película de suspenso y miedo.
—¡Entonces contesta! —la luz de los jardines le baña el rostro, ensombreciendo ángu