Mia
El sol entra por la ventana como si tuviera permiso para tocarme.
Me molesta.
Siempre me molestó. Nunca fui una romántica de la luz matinal ni de las sábanas arrugadas con aroma a libertad. No me levanto con una sonrisa, ni suspiro con el primer rayo de luz. Me arrastro fuera de la cama como una sobreviviente de guerra, con el cabello hecho un nido de gaviotas y el alma un poco más revuelta que la noche anterior.
Pero lo intento.
Ese es mi mantra últimamente: lo intento.
Intento comer tres veces al día. Intento ir a clases de yoga, aunque me siento más ridícula que relajada. Intento hablar con Clara sin llorar. Intento decir que estoy bien cuando me preguntan cómo estoy. Lo digo con ese tono altivo que aprendí en su maldita torre de cristal.
—¿Café o té? —pregunta el barista con una sonrisa demasiado brillante para esta hora.
—Café. Negro. Como mi historial de decisiones sentimentales —respondo con una media sonrisa que no llega a los ojos.
El chico ríe, pero yo no.
Recojo el vaso