Alexander
—¿Y si vamos a Milán este fin de semana? Tengo una suite con vista al Duomo —le digo, deslizando el dedo por el borde de mi copa.
Ella ríe. Tiene una risa agradable, vibrante. Como campanas pequeñas.
—¿Siempre haces eso? —pregunta, entre juguetona y escéptica—. ¿Proponer escapadas como si fueran tazas de café?
—Solo cuando quiero olvidar.
No sé por qué dije eso. Quizá porque su perfume me resulta insoportablemente ajeno. O porque, aunque lleva un vestido rojo que debería provocarme algo, no puedo dejar de mirar su clavícula y pensar que no es la de Mia. Que sus dedos no se enroscan en mi camisa como los suyos. Que su voz no me desarma. Solo suena… correcta.
Ella se inclina hacia mí, buscando algo que no tengo para dar.
—¿Y funciona?
Me bebo lo que queda del whisky antes de contestar.
—Por un rato. Hasta que se apaga la música y el silencio vuelve a gritar.
Su sonrisa se apaga, pero la disfraza con un suspiro elegante. Sabe a lo que vino. Y yo también. Mentiras piadosas, nos