El salón del club huele a humo rancio, madera quebrada y ese perfume empalagoso que siempre flota después del caos, como si el aire intentara cubrir la violencia con una capa dulce e inútil. Mis manos duelen por cargar sillas rotas, pero sigo, una tras otra, apilándolas en un rincón que parece más un cementerio de muebles que un espacio de trabajo.
Respiro hondo, aunque cada bocanada raspa. Me obligo a no mirar al otro lado del salón, donde Lucien y sus hombres se agrupan alrededor del sargento Carlton. No quiero verles las caras, no quiero recordar las palabras que me dijo en la oficina, no quiero pensar en él, ni en su voz grave asegurando que no había tocado a Zoe… ni en esa absurda parte de mí que quiso creerle por un segundo.
Idiota.
Aprieto la mandíbula y sigo recogiendo.
A unos metros, Zoe se mueve cojeando, aunque parece más molesta que herida. Tiene esa expresión orgullosa de siempre, casi una sonrisa ladeada, como si quisiera demostrar que nada la toca, que nada le duele. Es