La mansión Moretti se alzó ante Isabella como un gigante dormido.
No había viento.
No había voces.
Solo un silencio espeso, antinatural, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.
Isabella empujó la puerta principal.
El eco fue un latigazo en la entrada vacía.
El olor familiar a maderas viejas y flores frescas se mezclaba con un deje metálico…algo frío…algo que no pertenecía allí.
Su mirada recorrió el vestíbulo.
Y entonces lo vio.
El jardinero.
Jean.
Quieto.
Demasiado rígido.
Los dedos aún manchados de tierra.
El sudor pegado a las sienes.
El temblor apenas contenido en los hombros.
Sus ojos, grandes como los de un animal acorralado, se encontraron con los de ella.
Isabella lo saludó con la misma cordialidad que ofrecía siempre a los empleados.
Natural.
Elegante.
Pero con un filo invisible.
—Buenas noches, Jean —dijo con una sonrisa suave, casi cálida—. Gracias por mantener la entrada tan hermosa pese al clima.
Jean tragó saliva con tanta fuerza que se escuchó.
—Sí… sí, s