Sofía empujó la puerta principal con la misma suavidad con la que fingió rezar. Traía el rosario enredado en los dedos, como si hubiera pasado horas llorando frente a un altar. La casa estaba silenciosa, demasiado, como si contuviera la respiración.
Jean se sobresaltó en el pasillo… y se detuvo en seco.
Los ojos de ambos se encontraron.
Sofía se recompuso de inmediato, enderezando la espalda y dejando salir, sin vergüenza alguna, la mujer que realmente era.
Jean tragó saliva. Algo dentro de él gritaba que Isabella lo había visto, que quizá el teatro había terminado. Que su máscara tenía grietas.
—Buenas noches, señora —susurró él.
La voz se le quebró apenas, pero Sofía lo detectó. Y sonrió. Una sonrisa diminuta, venenosa.
—Jean… —caminó hacia él con pasos tan suaves que parecían de terciopelo—. Ven conmigo.
Jean sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Pero aun así asintió y la siguió.
Ella entró primero. La habitación olía a perfume cítrico y algo de incienso, como si realmente hu