Las luces de la habitación de Daniel seguían apagadas, salvo por el parpadeo del estuche abierto sobre la colcha. La pulsera brillaba como un juramento lanzado al abismo. Isabella la sostenía entre los dedos mientras las lágrimas bajaban sin permiso por sus mejillas.
El llanto era contenido, silencioso, de esos que salen cuando ya no queda rabia, solo miedo y desilusión.
Daniel entró despacio, sin llamar. La vio ahí, encogida sobre la cama, con los ojos hinchados y el corazón colgando de un hilo invisible. Se acercó, se sentó junto a ella y la abrazó sin decir palabra. Un abrazo de esos que no exigen explicaciones, que solo están ahí… como una costa firme después del naufragio.
—Isa… —murmuró, acariciándole el cabello—. Ese chico te ama. Se le nota en los ojos, en la forma en que te mira, como si fueras el único lugar donde puede respirar.
—Pero Sasha… —susurró ella entre sollozos—. Fueron pareja, Daniel. Y no me digas que fue solo un beso. Esa mujer… estuvo con él, conoce a su padre,