Por la mañana, en la mansión olía a azahar recién cortado y secretos podridos. Sofía, envuelta en un kimono de seda que dejaba un muslo al descubierto, acariciaba los pétalos de una rosa mientras Jean, el jardinero, ajustaba los riegos automáticos.
—Son delicadas… —murmuró él, limpiándose las manos en el delantal. Su mirada recorrió el escote de Sofía con una osadía que hubiera costado la vida a cualquier otro empleado.
— ¿Solo las rosas son delicadas? —respondió ella, acercándole una copa de jugo de granada. Sus dedos rozaron los de Jean. Un contacto prolongado, eléctrico.
Mientras las chicas se alistaban, Charly los observaba desde la ventana de la biblioteca. Cada sonrisa de Jean, cada roce, le retorció el estómago. ¿Desde cuándo Sofía trataba así a la servidumbre? Recordó las palabras de Giorgio: Jean había estado dentro de la casa la noche de la reunión.
No lo pensó dos veces. — ¡Tú! —rugió, saliendo al jardín como un huracán. Su puño impactó en la mandíbula de Jean antes de que