Mientras el Bentley se fundía con el tráfico vespertino, su teléfono vibró. Era un mensaje de Nick.
Nick: “Isa, por favor. Necesito explicarte. No fue rechazo. Fue… miedo. Miedo a lastimarte más. Miedo a que esto sea solo una reacción al horror de anoche. ¿Puedo verte?”
Isabella cerró los ojos, apretando el teléfono hasta que los nudillos palidecieron. La rabia, la confusión y una punzada de esperanza se batían en su interior. ¿Miedo? ¿Miedo a qué? ¿A mí? ¿Al monstruo que mi padre despertó en ti anoche? No respondió. Apagó la pantalla y dejó el teléfono boca abajo en el asiento. No estaba lista. No podía enfrentar más palabras, más explicaciones que podrían romperla del todo.
El auto se detuvo frente a la fachada de la academia Élan Pole & Movement. Una catedral industrial en Tribeca. Muros de ladrillo bruñido y ventanales de seis metros tratados con vinilos esmerilados que difuminan siluetas en pleno vuelo. La entrada: puertas de bronce envejecido con el grabado de una espiral ascend