La mañana del martes comenzó con un cielo plomizo sobre Long Island. En la mansión Moretti, el silencio era espeso, como si las paredes mismas susurraran sobre la noche anterior. Isabella, sentada en su cama, observaba por enésima vez la pantalla de su celular. El mensaje de Nick seguía allí, corto y dolorosamente dulce:
Nick: “Ya estoy en casa. No puedo dormir. Si sueñas esta noche, que sea conmigo... y con la cabaña.”
La puerta se abrió sin aviso. Alessa y Charly entraron casi en silencio. Alessa, envuelta en una bata de seda roja, frunció el ceño al ver el rostro ojeroso de su hermana.
— ¿No dormiste nada?
Isabella negó con la cabeza.
—Él mató por mí. Y Charly, perdón...
Alessa giró la vista hacia él. Las heridas en su rostro hablaban por sí solas.
—Papá cruzó una línea. Esto ya no es una familia, es un campo de entrenamiento.
—Es mi culpa —dijo Isabella, mordiéndose los labios hasta que casi sangraron—. Por elegirlo, por retarlo, por no callarme.
Charly tomó su rostro entre las ma