Lunes – 3:12 p.m.
Mansión Caballero – Upper East Side, Nueva York
La mansión de los padres de Daniel no era solo grande. Era elegante hasta el suspiro.
Pisos de mármol blanco, techos altísimos, cuadros firmados y un aire a “revista de arquitectos” mezclado con aroma a pan recién horneado.
La mezcla perfecta entre el buen gusto neoyorquino de su madre, dueña de una reconocida clínica privada, y el alma cálida de su padre, un empresario colombiano que seguía hablando con “parce” en las reuniones familiares como si estuviera tomando café en Medellín.
Nick estaba tendido en un sofá mullido, con la camisa abierta y la chaqueta colgada sobre un perchero art déco. Sobre su piel, una capa de crema mentolada hacía su trabajo lento y doloroso.
— ¿Seguro que no querés un traguito? —preguntó Daniel, sacando una pequeña botella con etiqueta caribeña—. Ron con miel. Artesanal. Mi tía Dalia lo guarda como si fuera oro líquido. Hace hablar hasta a los mudos.
—Paso —dijo Nick con una sonrisa torcida—.