El rumor de la reunión de Aelin con los Condes de Liria no quedó en titulares: se volvió susurro, ese tipo de murmullo que corre por pasillos sin cámaras y se instala en oficinas donde una ceja levantada basta para detener un contrato. La ciudad no podía confirmarlo, pero la ciudad lo creía. Y lo que la ciudad cree, cambia la forma de caminar en las aceras.
Celeste no caminaba. Daba zancadas. La rabia le subía por el cuello como un ascensor descompuesto, directo a un piso donde todo se rompe. Ese día, ni los espejos la querían: cada reflejo le devolvía la certeza de que había quedado relegada a un papel secundario en la historia que juraba haber heredado. En la mansión, los criados aprendieron a desaparecer antes de escuchar su nombre.
Adrien llegó sin anunciarse. No necesitaba hacerlo. Su presencia entraba como entra el frío cuando se deja una ventana mal cerrada: con naturalidad inquietante.
—Te estás desgastando —dijo, apoyado en el marco de la puerta—. Gritas hacia una pared, y