Celeste creyó haber ganado un primer trazo de la batalla cuando el video alcanzó su primera ola de comentarios. Algunos pedían “explicaciones”, otros celebraban su “valentía”. Nadie preguntó por pruebas. Nadie las pide cuando el rumor está bien vestido.
Adrien no celebró. Miró el reloj como quien escucha una música que el resto aún no oye.
—La segunda parte es más delicada —dijo—. Ahora callas. Dejas que el terreno haga su trabajo. Si sales a repetir, pareces ansiosa. Y la ansiedad es sudor.
Celeste lo odió por un segundo, justamente porque tenía razón. Asintió. Guardó el teléfono. Se dejó caer en el asiento trasero del coche como quien se sienta en un trono vacío.
—¿Y Aelin? —preguntó, todavía con las pupilas encendidas.
—Aelin está mirando el mar —respondió Adrien—. Y midiendo la marea.
No dijo que también lo estaban haciendo los Delacroix. No hacía falta. Celeste no jugaba en ese tablero; era una ficha de color intenso, útil para marcar posiciones, prescindible en el resumen.