El coche avanzaba en silencio por las avenidas mojadas. Aelin no había pronunciado palabra desde que salieron del edificio. La carta de los Delacroix, ahora convertida en recuerdo, parecía haber dejado un sello invisible en su piel.
Darian la observaba de reojo, sin interrumpirla. Sabía que necesitaba procesar lo ocurrido. Sasha, en cambio, no se contuvo.
—Estuvieron a punto de tantearte, Aelin. Querían que vacilaras, que admitieras siquiera una pizca de duda sobre quién eres. Pero no lo hiciste.
Aelin desvió la mirada hacia el ventanal, donde la ciudad reflejaba sus luces en charcos.
—Me subestimaron. Y eso es un error que los Delacroix rara vez cometen.
Darian tomó su mano, apretándola con fuerza.
—Hoy les dejaste claro que no eres una ficha en su tablero.
Ella giró hacia él, y en sus ojos brillaba un fuego frío.
—No, Darian. Hoy les dejé claro que soy un tablero que ellos no pueden voltear.
En el salón de los lirios, los condes aún permanecían de pie. La copa de vino que A