Un día antes del encuentro.
Celeste llevaba tres noches sin dormir. El fracaso público la devoraba por dentro como un veneno lento. Cada palabra de burla que había leído en la prensa, cada mirada de compasión disfrazada que recibía en la mansión, era un cuchillo hundiéndose más hondo.
Frente al espejo, su reflejo parecía el de una mujer al borde del colapso: maquillaje demasiado cargado para ocultar el cansancio, ojos rojos de ira contenida, manos temblorosas que no lograban sostener un vaso sin derramar unas gotas.
Adrien la observaba en silencio desde un rincón de la habitación. Encendió un cigarrillo, lo sostuvo entre sus dedos y exhaló despacio.
—No puedes dejar que la ciudad te vea así —dijo con voz baja, casi un susurro.
Celeste lo fulminó con la mirada.
—¡Ya estoy harta de tus consejos! Ella me robó todo, Adrien. Y tú solo hablas de esperar, de observar. ¡No quiero esperar más!
Adrien sonrió con esa calma que la desesperaba.
—La impaciencia es un arma de doble