La carta con el sello de lirio aún descansaba sobre la mesa del Penthouse. Nadie la había movido desde aquella noche. Era como si el papel mismo se hubiera convertido en un objeto de poder, cargado de significados invisibles. Cada vez que alguien cruzaba la sala, no podía evitar dirigirle una mirada furtiva, como si temiera que el sobre respirara.
Aelin se mantenía firme, pero no indiferente. Había pasado los últimos días leyendo entre líneas, midiendo lo que significaba un gesto tan inusual de los Delacroix. No eran una familia de invitaciones abiertas. Su mundo era de puertas cerradas, y, sin embargo, habían dejado una rendija. La pregunta era simple: ¿querían abrir un diálogo… o tenderle una trampa?
Darian la observaba mientras ella pasaba la yema de los dedos por el papel. En su rostro se mezclaban preocupación y una devoción silenciosa.
—Sigues pensándolo demasiado —dijo, dejando el periódico sobre la mesa.
Aelin levantó la mirada y arqueó una ceja.
—¿Y tú no lo harías? ¿Cre