La tarde estaba teñida de un gris solemne cuando el coche se detuvo frente al edificio señalado en la carta. No era un palacio ni una embajada, pero tenía el aire de un lugar que guardaba secretos desde hacía siglos. Las columnas de mármol se alzaban sobrias, el portón de hierro forjado brillaba bajo la lluvia tenue, y en cada detalle del diseño había una sobriedad que imponía respeto.
Darian bajó primero, con el porte de quien no confiaba en nada ni en nadie. Sasha caminaba un paso detrás, alerta. Aelin descendió del vehículo con calma. Llevaba un abrigo negro, largo, ceñido a la cintura, y el cabello recogido en un moño sencillo. No había joyas ni ostentación: solo el peso de su presencia.
Un hombre mayor, vestido con librea oscura, los recibió sin palabras. Les indicó con un gesto que lo siguieran por un pasillo iluminado con candelabros. Las paredes estaban adornadas con tapices antiguos: lirios plateados bordados en seda, escenas de cacerías y batallas olvidadas. El aire olía a