El arresto de Isabella aún sacudía la ciudad. Sus fotos esposada, con el rostro desencajado, estaban en todos los noticieros.
Los empresarios y políticos que alguna vez compartieron su mesa ahora borraban su nombre de sus agendas, temerosos de que la sombra de la ruina los alcanzara.
Celeste vio las imágenes desde la mansión Valtierra. Su primera reacción fue un estremecimiento de miedo. Isabella había sido arrogante, influyente, poderosa… y ahora no era más que una reclusa en una celda fría.
“Ese es el destino de quienes desafían a Aelin Vólkov”, pensó, con un nudo en el estómago.
Pero el miedo se transformó pronto en ambición.
—Si Isabella cayó, el espacio que dejó es mío —susurró frente al espejo, ajustando el broche dorado de su vestido.
Celeste comenzó a mover sus fichas. Llamó a los empresarios que solían apoyar a Isabella, ofreciéndoles continuidad bajo el apellido Valtierra.
—Necesitan estabilidad —decía con voz firme—. Yo puedo darla. Isabella fue un error. Yo r