La ciudad amaneció con un aire extraño. Se respiraba expectación, como si algo estuviera a punto de suceder. Los periódicos aún hablaban del misterioso asesinato del sicario —atribuido al “Ángel de la Muerte”—, pero Aelin ya no pensaba en la noche. Ahora le tocaba actuar bajo el sol.
En su penthouse, estaba de pie frente a la mesa de cristal, observando tres cajas metálicas cerradas. Dentro reposaban años de archivos: contratos falsificados, registros bancarios, donaciones inventadas, empresas pantalla y transferencias a cuentas fantasmas.
Sasha, firme como siempre, se acercó.
—¿Está segura de hacerlo público? Una vez que se lo entreguemos a la policía, no habrá marcha atrás.
Aelin acarició con la yema de los dedos una de las cajas.
—Es exactamente lo que quiero. Que todos vean lo que pasa cuando se creen intocables.
Darian entró con su porte imponente, observando las cajas con una mezcla de aprobación y respeto.
—Esto no es solo un golpe contra Isabella —dijo con voz gr