La mansión Valtierra amaneció cubierta de flores y banderas con el escudo familiar. Celeste había organizado, con urgencia, una ceremonia pública en el antiguo teatro de la ciudad: un evento titulado “El Legado Valtierra: Continuidad y Futuro.”
Vestida con un conjunto blanco, de cortes aristocráticos, Celeste se presentó ante un auditorio repleto de prensa, diplomáticos y donantes. Las cámaras apuntaban solo a ella.
—Hoy, en nombre de mis padres y de la memoria de nuestros ancestros —declaró con solemnidad—, tomo el deber de custodiar el apellido Valtierra.
Hizo una pausa, calculada, para mirar directamente a las cámaras.
—Mientras otros renuncian a sus raíces, yo las abrazo. Porque un apellido no es un capricho ni una moda: es la sangre que nos une y nos da identidad.
Los aplausos fueron inmediatos, aunque tibios. Los rostros en la audiencia mostraban respeto, sí, pero también duda. Todos sabían que el verdadero poder ya no estaba en ese apellido, sino en el nombre que Cele