La residencia Vólkov estaba sumida en una calma envolvente. Afuera, la ciudad latía en su ritmo frenético, pero en ese refugio de mármol, cristal y sombras tenues, el tiempo parecía congelado.
Aelin caminaba descalza sobre la alfombra persa del salón, con una copa de vino entre los dedos. Llevaba una bata de satén negro que dejaba su espalda al descubierto, el cabello suelto cayendo como una cortina de tinta. Había algo en su andar: ese equilibrio entre elegancia letal y una belleza que no pedía permiso.
Darian la observaba desde el sofá de cuero, con la camisa desabotonada, una copa idéntica en la mano y la mirada fija en ella, como si fuera un eclipse personal.
—La gala los dejó temblando —dijo Aelin, sentándose a su lado—. D’Arven no sabía si besarme los pies o salir huyendo.
—¿Y qué prefieres?
Ella sonrió. —Ambas cosas. Primero que me tema, luego que me respete.
Darian se inclinó hacia ella y rozó su copa con la suya. —Entonces lo estás haciendo perfecto.
Ellos brindaron si