La oficina de Leonard estaba sumida en un silencio tenso. Solo el tictac del reloj y el murmullo débil de los autos afuera se atrevían a interrumpirlo. Isabella caminaba de un lado al otro con los tacones golpeando el mármol como una declaración de guerra.
—No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras esa mujer nos pisa el cuello —escupió.
—No tenemos pruebas de que sea ella —murmuró Leonard, frotándose las sienes—. Solo intuición, rumores… y el caos que ya sembró.
Isabella se detuvo de golpe. —Entonces inventemos pruebas.
Él la miró, en silencio. —¿Quieres que falsifiquemos evidencia?
—¡Sí! Si el mundo no ve su rostro, entonces que lo crea manchado. Que esa «Aléa Vólkova» tenga un escándalo financiero. Que alguien diga que blanquea dinero, que ha estafado a inversores.
Leonard no contestó. En el fondo, sabía que estaban cayendo en la desesperación. Pero también sabía que Isabella no se detendría.
Ella sacó un documento. —Tengo un contacto en la revista LuxToday. Se