La ciudad no dormía. Las luces vibraban como luciérnagas eléctricas, los autos rugían como bestias mecánicas, y en cada esquina alguien murmuraba sobre ella.
La dama misteriosa.
Aelin observaba todo desde la suite privada del último piso del Hotel Vólkov. Apoyada contra los ventanales, llevaba una blusa blanca con botones de nácar y pantalones ajustados en tono grafito. Su cabello caía suelto, y su rostro estaba limpio de maquillaje, salvo por un suave delineado que resaltaba sus ojos.
Sobre la mesa de mármol, un dosier abierto mostraba imágenes impresas en alta calidad: contratos falsificados, transferencias sospechosas, grabaciones recortadas… piezas que parecían aisladas, pero que Aelin empezaba a unir como un rompecabezas letal.
—¿Es lo que crees que es? —preguntó Darian desde el sofá, hojeando otro conjunto de documentos.
—Es peor —respondió Aelin, sin despegar la mirada de la ventana—. Leonard no solo me encerró y humilló. Me usó como fachada para lavar activos de la empres