La mansión Elizalde estaba sumida en un silencio espeso, como si contuviera la respiración. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con insistencia. Dentro, Isabella caminaba descalza por el pasillo central, su bata de seda arrastrando ligeramente por el suelo.
Había observado a Leonard durante días. Ya no la tocaba. Ya no sonreía con convicción. Sus pensamientos estaban en otro lugar.
En ella. En Aelin.
Esa sombra creciente, elegante, imposible de ignorar. Esa figura que ahora se hacía llamar «la dama misteriosa» y que, con cada paso, ganaba atención, respeto y temor.
Y Leonard… Leonard estaba comenzando a temblar.
Isabella entró en el estudio sin anunciarse. Lo encontró con los ojos perdidos, frente a una vieja fotografía donde aparecían él y Aelin, años atrás, en una fiesta navideña.
—Sigues mirando esa foto —dijo, sin levantar la voz.
Leonard la ocultó torpemente en un cajón, pero ya era tarde.
—¿Estás obsesionado con ella? —preguntó Isabella, sin moverse.
—No es eso —respondió