La ciudad seguía rugiendo como un animal herido. Entre luces, bocinas, pantallas brillantes y rostros indiferentes, nadie se percató de que la tormenta que estaban esperando… ya había llegado.
Porque esa noche, sin anunciarse, sin flashes ni cámaras, Aelin Valtierra y Darian Vólkov regresaron.
Lo hicieron en el mismo vehículo negro que los llevó a la cabaña en las montañas. Pero esta vez no llevaban paz en la piel, sino una calma tensa. La de dos seres que sabían que su próximo paso no sería de huida, sino de ataque.
La entrada subterránea del edificio Vólkov se abrió como una garganta de acero. Una vez adentro, Aelin se quitó las gafas oscuras y soltó un suspiro lento, contenido. Sentía cómo el ambiente de la ciudad le rozaba los nervios como cuchillas. Pero también sabía que esa incomodidad era necesaria.
—Aquí estamos otra vez —dijo Darian, saliendo tras ella.
—Esta vez… con la corona invisible bien sujeta —murmuró Aelin, bajando el cierre de su chaqueta.
Ambos sabían que aún no er