La mañana amaneció clara, con una luz suave que se filtraba por las cortinas del dormitorio principal. Miranda abrió los ojos lentamente, desorientada por un instante, hasta que recordó dónde estaba: la mansión Belmonte. La misma casa que había jurado no volver a habitar.
Durante unos segundos, permaneció acostada, escuchando los sonidos que venían del pasillo. Pasos medidos. Una puerta que se abría. El murmullo lejano de personas.
Era la rutina de siempre… pero algo, en el ambiente, se sentía diferente.
Se incorporó y se puso una bata ligera. Cuando bajó las escaleras, encontró a Adrián en el comedor, sentado frente al ventanal, hojeando el periódico con una taza de café en la mano. La mesa estaba servida para dos: frutas, panecillos, mermeladas, jugo de naranja y, en el centro, un pequeño florero con lirios blancos.
—Buenos días —dijo él sin levantar la vista. Su voz sonaba tranquila, casi cálida.
—Buenos días —respondió ella con cautela.
Adrián dejó el periódico a un lado y le sonr