El sol caía oblicuo sobre los ventanales. La semana había pasado como un soplo tibio entre paseos tranquilos, cenas discretas y silencios que, por primera vez en mucho tiempo, no parecían estar cargados de veneno. Adrián había cambiado. O al menos, eso parecia.
Durante esos días, él había sido paciente, incluso atento. Le llevaba el desayuno al taller, preguntaba por sus pinturas, la observaba trabajar sin interrumpirla. A veces, la sorprendía con una taza de café o con una de esas flores silvestres que crecen junto al camino. Parecía otro hombre, y ese cambio —aunque sospechoso— le había dado a Miranda algo que hacía mucho no sentía: una tregua.
Pero la calma tenía un eco extraño.
Uno que resonaba detrás de cada palabra amable, en la manera en que Adrián la miraba, como si intentara grabar cada gesto en su memoria.
La mañana del regreso amaneció gris.
El cielo, cubierto de nubes densas, parecía presagiar que esa paz tenue se estaba desvaneciendo.
Miranda se detuvo frente al ventanal