La mañana se filtraba suave entre las cortinas. El canto de los pájaros llenaba el aire con un sosiego engañoso. Miranda se encontraba en El pequeño cuarto que había convertido en estudio, frente a un lienzo en blanco. Había intentado pintar durante la última hora, pero sus pensamientos eran como pinceladas desordenadas, imposibles de controlar.
Adrián entró sin hacer ruido. Llevaba una camisa blanca arremangada hasta los codos y un aire de serenidad que contrastaba con la tensión de los días anteriores. Por primera vez en mucho tiempo, su mirada no parecía acechante.
—Estás despierta desde temprano —dijo con una sonrisa tenue—. ¿No has desayunado?
Miranda giró apenas la cabeza. —No tenía hambre.
Adrián se acercó un poco más, observando el lienzo vacío. —¿Nada te inspira hoy?
—Supongo que no —respondió ella con voz baja.
Hubo un silencio breve. Adrián se cruzó de brazos, mirándola con una mezcla de ternura y estudio, como si intentara descifrarla.
—He estado pensando… —comenzó despaci